3.2.07

El último baile de soledad


Entre lágrimas y sollosos ella me miró despacio, sacudiendo los ojos... emborrachada de angustia lanzó sobre mi su condena, una carta de amor olvidada, desesperada.

Ella solía ser muy buena para desprenderse de ropas y bailar meditabunda, ensimismada en un ego ajeno. Los atónitos eramos nosotros, yo y mi alma, que jamás comprendimos la profundidad de ese último alarido, que bastaba solamente para decir cuanto tiempo había pasado, desde que nuestro hueco de abismo se había desprendido, soltando pedazitos de tierra, escombros que hoy asolan los valles de mis nauseas, de mis verborreicas tardes de suplicas al sol displicente.

En el piso de madera oxidada ella daba lo mejor de si, mareaba mi placer entero con su melancólico ajetreo, tornaba sus cabellos sobre la espalda henchida, de alguien que soporta peso no ligero; mas no traía consigo una estela de felicidad duradera, más bien, destellaba pedazos de ilusión, que enterrados en un corazón triste, resoplaban dentro de sus pulmones en cada danza, a cada compas de esa música infinita.

Yo y mi alma la envidiamos, le fuimos indiferentes, traicionamos sus misterios, sus recuerdos, su poesía barata pero entera... burlamos su barrera, esa que nos perseguía de noche y día, acometiendo hacia la vida un cordón imaginario que nos sostenía. Y ahí, el aliento... y ahí, a respirar, lejos de la danza oculta que ella siguió practicando. Y mientras, mirando de reojo, soltaba una pequeña carcajada, yo y mi alma discutíamos, pensabamos, inventabamos vivir...

Y en esos momentos, jamás pensamos que aquel cordón imaginario, entre el éter balsámico desilusionado, en un limbo sostenido, de melodías crepusculares, cortaría no sólo las burdas conmociones de nuestra pequeña osadía... los cabellos, largos y negros, de una profundidad exorbitante, vertiginosa, comenzaron su partida, diciendo adiós, sin que nadie interpretara la más mínima voz de esa infinitesimal despedida.

En la misma habitación de siempre, con un alma ausente, presencié el último baile de Soledad dormida... agotada, sentenciada, no quizo abandonar este cuerpo enfermo, mas no pudo desgenerar al destino perfecto que entregó más ídolos de barro. La mirada triste que saqué desde mis ojos pedía a gritos ese último baile, más la necesidad, el amor al perdón, impidieron su desenlace.

En ese piso de madera oxidado, donde danzábamos contentos, sucumbimos al olvido ambos... y fue necesaria la traición. En un abismo pequeño pero infinito, cometí una locura más... envenenando a mi alma, poniéndola contra ella, rechazando, habitando al lado de quien quizá no debía... sin embargo, el alma intensa, no se queja aún de tomar en sus manos mi vida... sin embargo, en aquel piso de madera, oxidado desde las hojas que cayeron de mis ojos, en un otoño cercano, Soledad lanzó su último baile... lejos, dentro de mi, pero finalmente como rito de un adiós inesperado... rompimos, nos desquitamos, y en eso estuvo su último baile...