25.5.06

Pararrayos infernal

Existieron días buenos en los que solía visitar los bosques. Existieron días más o menos en los que solía visitar el mar y la arena incandescente. Existieron también días no tan buenos, quizás malos, en los que no solía visitar nada, más bien me quedaba dormido. Entre tanto ajetreo, entre tanta labia de los susurros animalescos de toda esta selva que parece ser nuestro aposento, pensé dos soluciones ante la indignidad maligna de no tener que hacer. Primero fue escribir, y convertirme en poeta. Como eso no resultó comencé poco a poco a transformarme en el dramaturgo de mi propia vida.
Todo fue fantasía, sueños hermosos, paraísos verdes con be larga. Podía controlarlo todo, podía dejar de comer, podía sentirme triste cuantas veces quisiera, sin necesidad de ver correr por mis mejillas ni tan sólo una de esas gotas que el mundo llama lágrimas. Los otoños, casi siepre, eran eternos, no acababan.
En uno de los tantos viajes me tocó conocer un poblado particular. Tan berde como mis paraísos, sus habitantes emanaban melodías, día a día, de una manera aterradora, como si en cualquier momento el viento fuese a robar el aliento del sonido; mas cada uno de ellos sabía por cuenta propia cuánto a mi me molestaban los ruidos guturales que sus gargantas felices esparcían sobre mi alma. Y es que no se trata, a veces, de aceptar ciertas condiciones. No!. La idea que embargaba mi atención siempre fue la de ocultar todo, como un arlequín, y distraer con humor, cualidad la que más me admiraban.
Cuando caía la lluvia era todo un espectáculo. Y no es que no fuera cosa común, llovía a menudo, por no decir siempre. Yo era feliz, porque cada vez que llovía mis ropas se embarraban, lo que me excusaba de inmediato de acudir a cualquier compromiso social, a pesar de las extensas peticiones. Sin embargo, el asunto realmente importante de todo esto tiene que ver precisamente con la lluvia, y no es que critique a la gravedad la necesidad de botar de las nubes montones de gotas hasta al piso, no, por el contrario, como dije, yo era feliz. Se podía ver una copia exacta del cielo y sus divinidades, se podía incluso manejar de cualquier forma la cólera de los más quisquillosos, se podía mirar hacia arriba y no temer replesalias, todo era calma, el caos sólo era una palabra inerte en la boca de todos nosotros.
El real problema fue cuando, junto con el agua, cayó desde algún (h)orizonte un pedazo largo de metal fundido. Humeante, electrizado, todos corrimos a ver lo que era. Y no era nada más que un gran pedazo de metal. Desde ahí en adelante todos fuimos tristes, no por el pedazo de metal en si, si no por su agotada función: era el pararrayos y ahora todos, pero todos, corríamos mucho peligro.
La mezquindad de algunos es cosa soportable, pero a estas alturas yo no podía tolerar siquiera un silencio respetuoso. Es que si tomamos los acontecimientos como si relamente estuvieran pasando quedamos seguros de que todo es real. Pero como yo siempre fui un dramaturgo nunca creí en la realidad, aposté por la ficción. Y comencé a mentir, a inventar, a crear, y le di personalidad al pararrayos, y le di mucha importancia, y advertí a todos de las atrocidades que nos deparaba la lluvia, y creí yo mismo que el cielo se volcaba hacia la tierra, como un amante sobre otro, como aquellos que no pueden vivir lejos uno del otro. Y la luna observaba, comentaba, cizañeaba en contra del cielo... y por primera vez vimos como esa luna no le pertenecía. El cielo en su grandeza se revelaba, y las divinidades nada, nunca existieron.
Tal como se creyó, impíamente, en una bóveda celeste, ésta se hizo plana logrando una sóla línea sobre el (h)orizonte. Y todos corrían, y ya no cantaban...
Fue de esta manera como me condené a tener que restablecer el curso de la historia; aquel viejo poblado al cual yo no pertenecía se me hizo pequeño, ajeno, violento, subversivo cual cielo. Y es que el peso de tener que lograr el silencio de cada una de esas gargantas que entonaban a gusto melodías quizas puras, me llevó más allá de las facetas de dramaturgo o creador. Y me proclamaron Dios, el Creador...
Desde ese momento yazco en este pueblo por haber agotado el pensamiento, por haber asustado a la musa, por haber perdido el abecedario. Hoy me dedico a algo simple, levito sobre el poblado, y cada vez que llueve soy de metal, y cada vez hay tormenta me toca resistir, y cada vez que alguien se asusta acude a mi presencia y calmado dice: ahí está el pararrayos. El real problema de esta historia no radica en ser un ente electrizado; en realidad lo que pasa es que aun debo, y por propia inconcecuencia, soportar burdas melodías, que ante la lluvia, mi caja magnética apmlifica en armónicos eternos, infinitos.

1 comentario:

carlitos dijo...

a mi me paso algo parecido, sentia que camilongis me necesitaba tanto, que crei que era dios, no se si lo fui realmente. grande fue mi desilucion al darme cuenta que yo vivo dentro de camilo, en su mente, no camilo dentro de mi.
tu tambien me caes bien amigo plin.
carlitos.
pd:no le hagas caso a camilo y sigue por el camino amarillo