Era tarde y lluvia molestaba sobre un plástico adormecido. Los estandartes al cielo, y entre medio un destino opaco, repetitivo, silencioso. Y comenzó. Parejo, raso, se desparramaban aquellos en posiciones acordadas, sin miedo, sin sobresaltos. Cada uno de ellos sabía, la estocada no era definitiva, nada definía.
Trancos y trancos, resbaladizos, caían unos y otros. Los del solcito en el pecho llegaban a buen puerto, y es más se lanzaban sobre la masa turquesa. Y ahí vino.
-Viste ché... tirate al agua y tomátela- se pasaban de oído a oído el dato, mientras los piel sangre avizoraban futuros, ideales, limpios pero reñidos.
-Que te tirés al agua boludo- se escuchaba desde el barco mientras el capitán limpiaba los pedacitos de res en sus dientes amarillos.
Le dicen picardía, pero los piel sangre tenían un arma secreta, un adminículo criollo, que de indio y de pícaro tiene todo un repertorio.
No hace mucho que cayeron; no hace mucho que caían, saltando y chapoteando. Y el desconcierto no fue en el agüita, los piel sangre recién estaban con pantalones abajo calzándose el traje de baño.
Desde el aire la blasfemia cayó en el último hombre; una zancada bastó para acallar al cobarde hereje, el que ataca por la espalda, su "pachorra" gauchesca se vio arrinconada, pesó más el choro, el flaite, el picante. Que guantes que tenía, si parecían de boxeador.
Y el que no era boxer, el pitbull, contendía en el medio desplegando su ira; y los ches se asustaban, le tenían miedo. El pitbull les ladraba, los arrinconaba, y los ches encrispados se metían al agua. Sabían que a este perro no le gustaba.
Arribó de la uropas un Kaicer empucherado, satírico, también bueno pal nado. Y se revoloteaba en la agüita, chapoteaba; y los ches reían, disfrutaban, se alborotaban. Ambos, empucherado y solcitos en pecho, se entre miraban, coqueteaban, digámoslo en otras palabras, había onda, flirteaban. Y se tiraban besitos, y estos le hacían gracias, le sobaban la espalda, le hacían cariñitos. Y el empucherado de las uropas se sentía en el cielo, se asorochaba, se hiperventilaba.
Y llegó el momento de nivelar la balanza. El empucherado se acercó temeroso al can, y embobado con el espectáculo de los ches, le pidió la patita. El pitbull fiel a su costumbre le mostró los dientes, le impuso su aplastante presencia. El empucherado saltó del miedo, pero no se rindió fácilmente, le pidió al perro bravo que le hiciera el muertito, le mostró una galletita, lo exhortó a que le moviera la colita. Pero el pitbull tenía su pedigree y por lo tanto no tenía colita, como chucha le haría entender al empucherado de las uropas que ni cagando se metería al agüita.
Y esa custión no le gustó na al Kaicer amanerado, aprovechándolo sagazmente el carucha Mercado. El muy infeliz llamó a la perrera, le puso jabón en su boca mientras corría, y así el pitbull fue secuestrado, vilmente torturado. Lo acusaron de portar rabia crónica y terminal, aunque los piel sangre enfadados mostraban los papeles, sus vacunas al día, y todo lo enterado. Injustamente fue sentenciado a muerte, silencio reinó hasta en el más fuerte.
Pero el negro les gritaba increpando al empucherado. Las huestes piel sangre invadieron Norteamérica como hace mucho tiempo lo hicieron sus hermanos Pieles Rojas. Y los ches se pusieron a bucear, mírenlos, en un día de campo los lindos pescando, nadando, sacando locos, comiendo merluza, como si esas costas fueran de otras, un poquito más al sur. Y el empucherado de las uropas se enamoró... huuuuu, ciegamemte, onda se gustan y no pololean... y cada vez que los ches salían del agua el los abanicaba con una rama de palmera, los bronceaba, les daba uvitas en sus piquitos, a los ches tan bonitos.
-Y qué te pasa la gil retamboriao-, le gritaba el último mohicano a las bailarinas solcito en pecho. Y ellas con sus tutús arremolinados hacían saltos, invertidos, giros... haaay que lindos se veían estos ches tan amononados. Y el empucherado estupefacto con la belleza ítaloamericana se acordó de cuando el chico ese, el de bigotito sobre el labio, bailaba agazapado conteniendo en sus faldas al neurótico camicie nere. Y del romance pasó a leyenda la wea esta, puta que vamos rápido.
Incontenidos por la pasión, empucherado y ches daban rienda suelta a su propio cuento de hadas. Mientras, conjurados los piel sangre, levantaban el armatoste, construían un emblema; ante la apatía gauchesca ellos erigían una octava maravilla, un indio pícaro gigante, que con su sola presencia acabaría con la cobardía, con la astucia mal urdida, pero que a la vez pecaba de megalomanía.
Y así, presididos por el negro, levantaron los andamios, y lanzaron cuerdas por todos lados. Y llegaron de todas latitudes, evidentemente y coincidentemente DIEZMADOS. El de San Felipe metía desde abajo y los ches le preguntaban por su peinado,
-mirá que lindo el coloradito ese; macho, querés bailar la danza de los afeminados-,
y el de trencitas metía y metía,
- no me vengay con weas piernitas de cristal-.
Y los ches avergonzados corrían tras el empucherado.
- hay, póngale cero maestro, acúselo con su mamá-, recordando a un pasado enamorado.
El empucherado de las uropas aplicó todo el rigor de un dictador enloquecido. Abochornado sacó de su bolsillo un artículo del color de su trasero colorado. El destinatario adolorido abandonó la magna labor, con lágrimas de emoción. El Curri notó que su sola presencia le recordaba al empucherado la cara de la estrepitosa figura que el cielo tocaba. Y sentado, abrazó al pitbull compañero respetado.
Y los cabros dale que dale, y los ches piquero tras piquero. Puta que salieron buenos pal agua estos cabros, no les habrán dicho que existe el water polo, el salto ornamental, pa que cresta ensuciar el campo sagrado.
Después de eso comenzó el joteo. El empucherado, empedernido, se empezó a pololear al último mohicano.
-ya po... mírame... péscame... si igual te gusto-
Y el mohicano replicaba.
-sale pa allá gringo hediondo, por mucho que me vaya a las uropas no me voy a volver maraco-
-ya no ma, no aleguí después... pero ya po, ya po, péscame, si en las uropas nos vamos a encontrar igual... si no me pescai te voy a hacer la vida de cuadritos-
En ese momento los ches, comandados por Ahueco, se empezaron a poner celosos.
-eh, mohicano pelotudo, no nos quités al trolo, no pellisqués la uva-
Y justo en el intertanto, pa mala cuea del piel sangre, llega un che descarado y no tira al agua al mohicano. Y se reía el otro, carcajada tras carcajada, y se reían todos los ches, alocadas, vueltas locas, haciéndose cosquillas la una a la otra.
Y el mohicano, que no era na muy bueno pal agua, aperró no más y se puso a nadar. Cuando, llegando a un acantilado, estiró la mano para que alguien tuviera la hidalguía de ayudarlo en el traspié.
Y no era el empucherado. Puta la mala cuea. Toda la noche esquivándolo y el muy jote de nuevo aparecía.
-oj, oj, oj, oj... reía entre dientes el de las uropas. No me diste la hora negro cochino, ahora vay a ver, ahógate no ma, a ver como te las arreglai... además pa las uropas me voy con el guapo de Ahueco.
Mientras tanto esta historia se desenvolvía, todos los cabros, defendiendo a muerte a su piel sangre, lanzaban las cuerdas para levantar el último detalle de su aparentemente parco monumento. El de la cordillera manoteaba y manoteaba, puñete tras puñete evocando a Fernandito el eximio, o al Tony Loaiza; el huasito por su parte se ponía de acuerdo con el negro pa cómo levantar la cosa ésta. El tocopillano, reventado, quedó de jefe de obras no más, no hacía na, solo miraba con perspectiva.
Y se dio la custión nu ma mierda... empezó a funcionar el engranaje. A su vez el capitán de la carabela de las bailarinas se frotaba las manos rasgando la única con su garfio. Esperaba llegar ansioso a nuevo y último puerto. En el cielo, una plataforma que emulaba la vestimenta del indio abandonaba el piso. Se comenzaba a ver sus pies, sus piernas... todo era emoción. Y llegó el momento culmine, la ascensión total de las piezas maestras del indio. Pero,
-¡qué mierda pasó-
-¡dónde está la pieza maestra-, alegaba el negro desconsolado.
A los pies de la estructura bailaban los ches, festejaban, se tiraban agüita, y emprendían retirada subiendo festivos a su carabela rosada.
Y los piel sangre se preguntaban, devastados, dónde estaba la estocada fatal que se abultaba entre las piernas del monumento. El desconsuelo era general, el mohicano tapaba su cara, el de los guantes lloraba.
Y ahí vieron al empucherado rajando pa las uropas. El Kaicer afeminado apretó cuea engolosinado llevando consigo, culposamente, un enorme bolso en forma redondita, grandecita, encilindrada. Y se fue no más po.
Jamás se supo que ocurrió. En qué momento la estocada desapareció. Podrán haber sido los piel sangre objetos de un gran robo, como muchos más. Sin embargo este robo pasó a la historia cómo el único gran robo; porque en esa estructura, que concentraba el trabajo enorme de la horda más salvaje nunca antes vista, desaparecía el arma noble de todo piel sangre, expropiada por un empucherado tránfuga, a vista y paciencia de bailarinas y jugarretas, en torno a un impoluto campo sagrado.